Los cahorros de Monachil
Nunca dejaré de repetir la enorme maravilla que es el
paisaje natural de Andalucía. Pocos lugares te permiten disfrutar de un
contraste tan fascinante como el de nuestras tierras del sur, en pocos lugares
puedes dar un salto en cuestión de minutos desde enclaves áridos, secos y
agrestes, desde las zonas rocosas que son feudo del matorral mediterráneo o
desde las dedicadas a ancestrales cultivos hasta los más bellos rincones de
umbría, de frescor, de vegetación de ribera, donde el espíritu del agua besa de
forma mágica la cansada piel del naturalista.
Un ejemplo de esto es
la ruta de Los cahorros por la Era del Portachuelo, más conocida por la de los
cahorros del Río Monachil o también por sus célebres puentes colgantes. Ruta
que comienza en el mismo pueblo, bordeando el río por la Calle Trinidad
Carreras.
Es
increíble la era Portachuelos, en ella aún puede oírse la voz rota de un pasado
de secano, con cultivos de trigo o de cebada, cereales que lo fueron todo para
estas tierras y sus habitantes. Sin duda podemos imaginar si guardamos silencio
mirando estos montes su contribución a la vida de estas gentes: el pan, el techo de las chozas, la comida
para ganado... Todo, repito, todo. Sin estas gramíneas no hubiera sido posible
la vida (humana, claro). Recordemos además que la sabiduría de los antiguos
hizo posible que se construyeran
las eras en zonas altas, para que las corrientes de aire, felices aliadas,
ayudaran a
aventar la parva, y separar por lo tanto la paja del trigo.
El
enclave nos depara su rostro más seco , un festival del monte mediterráneo en
el que abundan los matagallos, los cardos, el esparto, el majuelo, el lentisco…
Y si
andamos un poquito más. ¡Sólo un poquito
más!
Una
vista de cortados impresionantes, altas montañas oradadas durante siglos por el
lento y constante devenir del agua,
interminables paredes de roca caliza, sobrevolándolas tal vez grajillas y otros córvidos, tal vez rapaces. Seguro son tierras que han
sido recorridas por cabras montesas, por ginetas, tejones y por pequeños roedores
que se esconderán de nuestra presencia pero seguirán ahí sigilosos, vigilantes,
esperando que caiga la noche.
Es entonces cuando nos encontramos con los puentes colgantes,
unas impresionantes estructuras de metal y madera, construidas hace más de un
siglo (aunque reformados recientemente) de los cuales el mayor tiene la
friolera de 63m.
Más me impresiona a mí la vegetación de ribera. Me quedo con
el almez por lo difícil que es de encontrar en estado natural. También está el
junco o el sauce ceniciento. Es curioso que en algunos tramos del
recorrido del río este es literalmente embovedado por las grandes ramas de
estas especies húmedas.
Y si nos paramos en
los roquedos, en las grietas sublimes de las grandes paredes salpicadas por el
agua buscando musgos, buscando helechos, buscando líquenes… Los encontraremos.
Cómo no, ranas, lagartijas, culebras y todo tipo de insectos
de entre los que destacan los lepidópteros tienen en estas angosturas fluviales
su hábitat preferido.
El último puente da paso a una zona cuyo atractivo es una cueva,
la de Las palomas y un paseo por Los Cahorros en su parte más estrecha. La vuelta, tras pasar de nuevo el puente
más largo, se podrá hacer por el camino de la derecha, que nos llevará
hasta los Cahorros Altos, y bajará hacia una zona de olivos para enlazar con el
inicio del recorrido.
Es en definitiva, una ruta ideal para toda la familia, fácil
y agradable en su recorrido y que nos permite en muy poco tiempo disfrutar de
grandes contrastes y de zonas con una gran biodiversidad. Ah, lo olvidaba.
¿Sabéis en el entorno de qué Parque Nacional se encuentra todo esto que
acabamos de ver? Sí, en el de Sierra Nevada. Sí, sí. Es así. Eso ya lo dice todo.
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