Gualchos. La forja de un carácter.

Dijo Nietzsche que sólo comprendemos aquellas preguntas que podemos responder, quizá por eso decidí ir a Gualchos, el pueblo natal de la madre de mi tatarabuelo.
Crecí observando su retrato y prestando atención a las historias sobre ella que se contaban en mi familia, todas aludían a su temperamento, a su fuerte carácter, a la autoridad ejercida sobre los suyos. Pero pronto intuí que había algo más, oculto tras las sombras oscuras que inundan su pintura. Porque allá dónde otras personas advertían dureza, yo jugaba a adivinar cicatrices; donde muchos notaban genio, yo percibía algunos ecos de un mundo al derrumbarse; donde otros veían pasado, yo veía futuro. Y me sumergí en libros, legajos, retazos confusos de letras ilegibles.
Dª Florentina Martínez nació en este pueblo de la alpujarra granadina en el año de 1802. Se casó con D. Francisco Jaén Maza, natural de Alicante, uno de los pioneros (emprendedores les llamamos ahora) que hizo posible que el Puerto de Málaga fuera, a mediados del siglo XIX, el segundo puerto en importancia de España, solo por detrás del de Barcelona. Vinos, pasas, higos, almendras, uvas, aceite o plomo eran los principales artículos del comercio con las antiguas colonias de ultramar, EEUU y Europa. Los comerciantes marítimos promovieron incluso sociedades de seguros para productos y barcos del tráfico transoceánico.
Pero la temprana muerte de Jaén Maza en 1852 hace que, cosa inusual en una mujer de la época, tuviera que llevar las riendas de la familia con seis hijos marinos o vinculados al mar de los que nos han llegado cartas desde puertos como el de Nueva York o La Habana. Fueron los años terribles, además, de la crisis en las industrias siderúrgica y textil y de la plaga de la filoxera en los viñedos.
Italo Calvino afirmó que la Historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible. Puede que no siempre, pero así lo entendí cuando, documentándome para escribir una novela, encontré la marca muda de la muerte como un golpe certero en forma de caída de la población, familia a familia, en padrones de esa época.
Ya solo me quedaba viajar hasta su origen para saber más de la persona. Y del personaje.




Pocos lugares habré visitado que permanezcan tan fieles a lo que fueron en el pasado. En 1802, una España que se abría lentamente paso a la modernidad, estaba a punto de ser golpeada por el terror de las tropas de Napoleón. Y uno se imagina Gualchos, y uno se imagina todos los Gualchos, como un lento transcurrir de los días, todos igual de lentos, todos igual de idénticos, ajenos al vértigo de la corte y de la política.
Al beber de su fuente, la de los once caños, la de la mina que abastecía de agua a la población desde lo más alto. "Once susurros de vida. Once chorros de esperanza. Once gritos de alegría." canta, optimista, un poema impreso en mármol junto a ella.
Al descubrir el silencio entre las sombras del viejo lavadero. Donde si permanece así minutos, quizá segundos, podrá captar el caminar, el trasiego de aquellas mujeres que se encontraban para lavar las ropas, tras subir cargadas pendientes inmensas que luego debían bajar. Cuántas multitudes pueden habitar un silencio.
Y recorrer sus calles y callejuelas, algunas minúsculas, angostas, en las que la cal dibuja el rostro blanco de lo eterno, la madera el ocre en puertas y ventanas, las flores el colorido y los tejados nos recuerdan con su óxido rojizo que la mar y el salitre, aunque parezca lo contrario, no deben andar muy lejos. Sus empinadísimas rampas, su empedrado en lugar de asfalto, burros bebiendo de fuentes, su iglesia mudejar o la mole a lo lejos del Pico del Águila siguen igual que entonces, igual que hace siglos. Tan solo algún vehículo nos recuerda que pertenecemos, inexorablemente, al tiempo que nos toca.
Porque al enfrentarse a todo eso uno se acuerda de la frase de Nietzsche, de que sólo comprendemos aquellas preguntas que podemos responder. Y comprende mejor a Florentina Martínez, a la persona, al personaje. Entiende uno su dureza labrada a golpe de repechos bajo el sol asfixiante de julio, su resistencia en esta tierra seca, bella tal vez a nuestros ojos, pero inhóspita, imagino, para muchos de los que, hace doscientos años, tuvieran que trabajarla. Y piensa que se equivocan los del "lo pasado, pasado", los del "miremos al futuro" porque el futuro es un fantasma, una entelequia, puro humo que se escapa de nuestras manos sin aquellos que sí lucharon por construir uno.
Quedan preguntas por responder: ¿A qué edad cambió esta isla en medio de los montes por el bullicio del puerto de Málaga? ¿Cómo reaccionó ante lo que para nosotros sería algo similar al encuentro con una civilización extraterrestre? ¿De qué forma conoció al marino alicantino? Quizá no conozcamos nunca las respuestas, quizá nos esperen ocultas en el próximo repecho, en la próxima curva, en el próximo viaje.






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