Una paz de agua y espacio



Dijo Neruda que venimos, si no recuerdo mal esos versos, de abrasados corredores, de túneles mordidos por el odio, del salto sulfúrico del viento. Y que creía en una paz de agua y espacio.
Paz, agua, espacio. Qué difícil resulta, sobre todo porque las principales guerras habitan en nosotros mismos. Qué lejos estamos, la mayoría, del armisticio. Y cuanta confusión. No, la serenidad no es tristeza, ni el silencio aburrimiento, ni la soledad el enemigo. Por más que algunos se empeñen.
En esa lucha vivimos hasta que la tierra nos regala momentos como este. La misma tierra que llora (todo mi afecto a los amigos de tantos lugares inundados por el llanto), la misma que escupe aguas turbias, como si se retorciese, como si se rebelase contra tantas tropelías que le infringimos los hombres.
Leo “La muerte en Venecia” frente al mar, con los pies descalzos, la mirada sin ataduras y la razón sin emboscadas. Pienso en ello cuando, sin esperarlo, en mi diálogo interno, Mann aparece:
“Amaba el mar por razones profundas: por una tendencia perversa (...) a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso nota el ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nada no es acaso una forma de perfección?”
Una forma de perfección en la que ya no me perturban el mundo y sus fantasmas, ni saber que existe quien solo ve tristeza o aburrimiento, quien piensa que la soledad es el enemigo.
La nada de Mann, la paz de agua y espacio de Neruda y, a poco que lo permitamos, la vida.


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