Espías en el abismo

La campaña oceanográfica RADMED 0121 del Instituto Español de Oceanografía (IEO) seguía su curso y, ya en su jornada número 19, el buque Ramón Margalef se adentraba en las aguas del norte de Ibiza.

El cielo estaba cubierto por una masa de nubes tan espesa y oscura que cualquier atisbo de luz del sol se antojaba una utopía, un sueño, un recuerdo lejano. El mediterráneo balear parecía el ártico.
Alcatraces y gaviotas sobrevolaban el barco y se posaban en la superficie del mar como si fuese un día más. Desconocían que algo diferente se cocía puertas adentro de nuestra gran casa flotante de acero.
Un trasiego de científicos, de técnicos y miembros de la tripulación inundándolo todo de cajas, cables y curiosos aparatos ya presagiaban que se iba a llevar a cabo algo más que las rutinarias tomas de muestras. Y esto no era otra cosa que la recuperación y posterior suelta de una línea de fondeo.
Hablamos de cuerdas, generalmente de nylon, que suelen ir armadas con sensores oceanográficos para la adquisición de datos como salinidad o temperatura y de correntómetros y perfiladores de corrientes que obtienen información de las mismas a lo largo de la columna de agua. Se colocan en el fondo del mar por los buques y pueden durar de meses a más de un año.
Llevan también un artilugio llamado liberador que se controla remotamente y es activado cuando se desea recobrar el anclaje mediante una señal acústica que emite otro aparato denominado hidrófono. Una serie de boyas le dan flotabilidad a la línea y un peso muerto, en nuestro caso un conjunto de ruedas de ferrocarril, la fija al fondo y se queda allí una vez que esta se libera.
El Jefe de campaña, Mariano Serra, del Grupo Mediterráneo de Cambio Climático del Centro de Baleares, me había asignado la función de documentar con imágenes la maniobra, por lo que subí a una parte más alta de la embarcación a la espera de ver aparecer las boyas tras la liberación.
Hacía frío y las primeras gotas de lluvia habían comenzado a golpear suavemente mi rostro. Las aves marinas no paraban de ir y venir. El mar, como en una novela de Jack London, parecía tener vida propia.
Tras unos primeros intentos, la línea no aparecía. Los técnicos probaban distintas combinaciones de sonidos. Las miradas al gran azul eran recurrentes. Había mucho en juego: los datos de todo un año. La tensión en cubierta se podía mascar.
Hasta que, al fin, estalló el júbilo cuando unos cuerpos naranjas se divisaron en la lejanía. Eran las boyas. Tras ello vendría su captura, la subida al barco mediante grúa, la comprobación del buen estado de los aparatos, el volcado de los contenidos a un ordenador, la sustitución de baterías, la limpieza y reparación de desperfectos y, por último, la suelta en un lugar cercano al anterior.
Allí el fondeo pasará otro año, a cientos de metros de la superficie, hasta que otro equipo del IEO vuelva para recuperarlo. Recogerán información, recopilarán cifras que nos servirán para desvelar secretos, para resolver enigmas, para poner más conocimiento en la lucha contra el cambio climático y por la protección de los océanos. Llegando donde el ser humano no llega. Trabajadores incansables en lo oscuro, espías en el abismo.










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