La costa de los gigantes

La mañana había comenzado tranquila y soleada a bordo del Ramón Margalef. Aún maltrechos por el temporal del día anterior, salimos a cubierta a recibir los primeros rayos de sol en la que era una jornada de transición con las miras puestas en las estaciones de la campaña RADMED0121 ubicadas en las aguas de Ibiza.

Pero en un momento dado, el gran buque de investigación parece poner rumbo a tierra en dirección contraria. Aparece entonces, aunque aún lejana, la gran mole del Cabo de San Antonio, en Jávea, provincia de Alicante. El capitán había decidido proteger a la embarcación de los últimos coletazos de la ventisca y la furia que nos sacudió apenas unas horas antes.
Y es que la bahía de Alicante, por sus enormes acantilados, ha ofrecido desde siempre refugio de muchos de los vientos que azotan el litoral. Ha sido y es costa de gigantes. Incluso sus fondos cubiertos de arena y algas amortiguan las olas de los temporales. Y esto propició desde tiempos muy remotos los primeros asentamientos humanos.
Y el paso de tantas civilizaciones: íberos, griegos, romanos, fenicios, cartagineses, árabes... Con en el mar siempre presente en lo bueno y en lo malo, para todas ellas.
El mismo mar que vio partir al padre de mi tatarabuelo, el marino Francisco Jaén Maza, que nació en estas tierras hace casi dos siglos. Un viaje que emprendió cuando su edad rondaba los 20 años, dejando atrás un Alicante devastado por las epidemias, la pérdida del comercio con las colonias americanas o la guerra de la independencia.
"Ante el prolongado estancamiento económico, muchos alicantinos optaron por el cambio de residencia y la búsqueda de trabajo en otras regiones del país" se puede leer en la "Historia de la ciudad de Alicante" del profesor Francisco Moreno Sáez. A través de los libros de historia sí nos hablan los muertos.
Pienso en cómo tenían que ser aquellas travesías en navíos de madera y velas, enormes sí pero poco más que un juguete cuando navegaban olas gigantescas. Y me pregunto si sintió miedo, si tuvo dudas, si pensó en la muerte. O si esos son pensamientos ociosos, un lujo impensable en quien solo deja atrás miseria y llanto. Si tal vez pudo permanecer en tierra, pero creía como Tolstoi que la razón es un arma para conjurar el tedio. Que merece la pena correr riesgos, que en eso consiste la vida.
Le hubiera tranquilizado saber que llegaría a Málaga, una Ítaca tan comercial y marinera como su localidad natal, que contribuiría en convertir a su puerto en el segundo más importante de España solo por detrás del de Barcelona, que le iría bien. Que tendría siete hijos, fruto del matrimonio con la granadina Florentina Martínez, de los cuales seis serían marinos y recorrerían, tras su muerte, casi todos los mares del mundo.
Una vez más, los puertos y los barcos como impulsores de las ideas y el talento. Yo no sé qué pasaba por su mente en ese viaje, pero sí estoy convencido de que es ese impulso, el mismo que llevó a los primeros sapiens a abandonar África y a extenderse por todo el mundo, lo que crea el futuro. Frente a quienes defienden identidades, fronteras, y muros, ese latido, ese hambre de vida sí nos hace mejores.
Estamos ya frente al enorme acantilado del Cabo de San Antonio con sus 160m de altura acariciando las nubes, la mano de un gigante como lo veía Blasco Ibáñez. El preludio del Montgó, montaña "mágica" cuyos roquedos aún conservan pinturas rupestres, que ha conocido el culto a Zeus y a Júpiter, que ha sido habitado por eremitas, símbolo de la lucha contra el corsario, que posee un auténtico tesoro natural.
El mar, inmenso, parece más azul que nunca. En breve volveremos a navegar. Me acuerdo de nuevo de Jaén Maza y me retiro pensando que, en estas costas, los gigantes no han sido solo los del paisaje.








                                              "El muelle", obra de José Gartner (1866-1918). 

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